xAlbertine y Muniagurria compartieron la mesa en la cena de bienvenida al trasatlántico. Conversaron alternando el francés y el español. Albertine había descubierto el último idioma después de haber recibido como regalo, a los ocho años, una edición de «El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha» ilustrada con grabados al aguafuerte de Gustav Doré.
Leía con particular deleite las frases del libro y comprendía el sentido de la mayoría. Algunos meses más tarde comenzó el estudio sistemático del idioma de Cervantes con ayuda de un religioso franciscano de la ciudad de Madrid. Muniagurria, sorprendido por la ductilidad de Albertine, le preguntó:
—¿Cuántos idiomas habla, además del español?
—Cinco —contestó Albertine—: el propio, naturalmente, pero también el alemán, el inglés, el ruso y el italiano.
Muniagurria sonrió y dijo:
—Una enormidad, naturalmente. Le hago una pregunta incómoda: ¿cuántos años tiene?
Albertine contestó, imperturbable:
—Treinta y cuatro.
—Le voy a regalar algo de mis tierras —prosiguió Muniagurria—. Dos libros que, espero, amplien su conocimiento del español: «Juvenilia» de Miguel Cané y «Ralph Herne» de Guillermo Enrique Hudson. Le gustarán. Los autores fueron personas letradas y las historias referidas en las dos novelas son muy instructivas y amenas. Las tengo en el camarote. Después se las entrego.
—Hemos hablado bastante y ni siquiera conocemos nuestros nombres —dijo Albertine, sonriendo—. ¿Es una práctica de seducción mutua?
—No necesariamente —contestó Muniagurria con una amplia sonrisa—. Me llamo Enrique Aparicio Muniagurria.
—Albertine Diesbach, encantada.
La práctica de seducción a la que hacía referencia Albertine era común en los medios acomodados en los que se movía la francesa. Se pensaba que la ignorancia inicial del nombre del otro era un recurso razonable para aumentar el misterio.
Albertine, todavía dolida por su ruptura con von Richthofen, la ponía en práctica todas las veces que lo considerase necesario. «Es como el Carnaval de Venecia» —pensaba—. «Las máscaras y los atavíos velan aquello que nos puede resultar más fascinante y ocultan todo tipo de singularidad».
De la culminación de su relación con el conde habían pasado algo menos de tres años y Albertine volvía, una y otra vez, a aquel tiempo querido. El parecido entre los dos hombres —el conde y Muniagurria— era sutil y algo lejano, pero eso importaba poco al interés de Albertine, seducida por la posibilidad de un reencuentro con sensaciones que creía perdidas para siempre.
El comedor principal del navío ostentaba el fastuoso esplendor de comienzos de la década del «20. De estilo Luis XV, se encontraba ubicado en el centro del puente de cubierta y estaba coronado por una amplia escalera ornamental de piso de mármol y pasamanos de roble.
Una cúpula de hierro labrado ocupaba el centro de un cielorraso de yeso con arabescos y festoneado en los bordes con motivos celestiales y silvestres: ángeles guardianes, ramos de vides y ciervos rampantes.
Todas las paredes, de color gris desvaído y con azulejos grises y azules, estaban guarnecidas por cuadros de la etapa prerrafaelita. La sólida chimenea, ubicada a pocos metros del piano de cola, tenía en su centro una réplica en miniatura del «Laocoonte» de Atenodoro de Rodas, Polidoro y Agesandro.
Una araña de cristal, de forma octogonal, se emplazaba a pocos metros de la cúpula central. Los sillones de terciopelo de color lila bordeaban las mesas ubicadas en el centro de la estancia. Las alfombras de Axminster daban basamento a las mesas acompañadas de dos, cuatro u ocho sillas. En una de las mesas pequeñas se sirvió el menú que compartieron Albertine y Muniagurria: hongos alsacianos, codornices a la suiza y macarrones con queso. Una pequeña orquesta armonizaba sus sonidos con la elegancia del entorno. Albertine preguntó al argentino:
—¿Qué música le gusta?
Muniagurria contestó:
—Como en todo, soy algo ecléctico —Muniagurria acompañó su afirmación con una amplia sonrisa—. Me gustan Wagner, Brahms, Richard Strauss, el jazz de New Orleans, y algunas de las formas de mi país: el tango y la milonga.
Albertine preguntó:
—Eso último que menciona, ¿en qué consiste?
—Son formas populares ejecutadas con piano, bandoneón, guitarra y, en algunas ocasiones, violín y contrabajo —dijo Muniagurria—. Tienen letra. Se las considera formas populares y son propias de las orillas, los puertos y los lugares más pobres de las ciudades. De todas maneras, también se las canta y se las baila en el centro. De hecho, tengo amigos compositores y cantantes.
—Una pregunta —inquirió Albertine—: ¿Cuál es su ocupación?
—Tengo ganado vacuno en la provincia de Buenos Aires. También, algo relacionado al cultivo de la caña de azúcar en una zona ubicada en el corazón de mi país: una provincia llamada Tucumán.
—¿Y lo del alpinismo, con lo cual trató de conquistarme? —Albertine miró fijamente y con una sonrisa a Muniagurria.
—Es una ocupación subalterna —dijo Muniagurria, después de una carcajada—. Tiene, como tantas de las cosas que hacemos en nuestra vida, un valor subsidiario y aparente.
Albertine observaba subyugada a Muniagurria. Cada palabra y cada gesto del argentino le parecían preciosos e insustituibles. Preguntó:
—¿Le gustaría bailar conmigo? —en las palabras de Albertine se adivinaba una súplica—. La orquesta ejecutará lo que nosotros deseemos.
—Pediré un foxtrot —dijo Muniagurria—. ¿Sabe bailarlo?
—Por supuesto —contestó Albertine—. Las baldosas de «Le Moulin de la Galette», en París, pueden dar buena cuenta de eso.
xCAPÍTULO I: Una mujer entre París y Buenos Aires
CAPÍTULO II: El conde
CAPÍTULO III: Cena en el palacio
CAPÍTULO IV: El conde y las mujeres
CAPÍTULO V: El comienzo de un amor
CAPÍTULO VI: El argentino