xCada tanto las repasaba con la esperanza de que se hubieran reconfigurado y ya no anunciaran su despido. Sin embargo, el mensaje se resistía a cumplir sus deseos y reaparecía intacto, una y otra vez junto, con una lista de interrogantes que lo aproximaban a la desesperación. ¿Cómo pagaría el alquiler y la tarjeta de crédito? ¿Qué comería? ¿Cuánto duraría el dinero de la indemnización?
Puesto que por el momento no era capaz de resolver aquello, pensó que lo mejor sería apartarse de la vorágine en que se sumergía diariamente. Claro que dar la espalda a la superficialidad cotidiana e, inclusive, a las cuestiones que hasta el día previo constituían su mundo y ahora habían perdido valor, debía ser un proceso gradual.
No fue sencillo. Al comienzo, el bullicio encontraba la forma de entrometerse en sus pensamientos sin que fuera capaz de impedirlo. Fernando no se rindió; hizo de cuenta que cada exhalación representaba un trozo de argamasa destinado a tapar las filtraciones de una represa. Primero cubrió los agujeros más pequeños, aquellos a través de los cuales se escurría un hilo delgado, y no se detuvo hasta que la pared quedó seca. En ese instante los pájaros callaron.
Luego se fijó en las rendijas por las que escapaban chorros a gran presión. Esta tarea resultó mucho más compleja, puesto los sonidos se resistían a ceder y arrancaban los parches antes de que tuvieran tiempo de soldarse con la represa. En más de una ocasión Fernando pensó en rendirse y permitir que las cosas fluyeran como siempre. Solo continuó porque algo rugía muy dentro de él, gritándole que así no, que esta vez debía luchar hasta el final. Entonces comprendió que ya no quedaba espacio para lo lúdico. No podía concederse el lujo de relajarse. El siguiente trozo de argamasa era tan grande como él; lo hizo rodar contra la pared y luego se lanzó de espaldas trabando los pies en el piso. La fiereza del pasado retumbaba a través de la represa, la bola y su cuerpo. Aguantó hasta que la locura al otro lado dejó de empujar.
Quedaron por domar los gritos y risas que caían con la fuerza de un río de montaña. Era el tipo de situación de la que podía abstraerse sin problemas en el cubículo de la oficina, pero que al aire libre se volvía inmanejable. Hurgó allí donde en cierta ocasión había raspado el borde de un material desconocido. Estaba ante el nivel más profundo al que alguna vez hubiera descendido. Acumuló argamasa a un lado del cauce hasta que le pareció suficiente. Debía proceder con cautela y decisión, a sabiendas de que cualquier duda sería fatal. Exhaló al mismo tiempo que empujó la mole hacia el curso de agua. La bola desapareció y, luego de un instante de quietud, el estruendo de una detonación las profundidades hizo temblar cada cosa que anduviera por allí. Un remolino surgió en el centro del río y su vórtice creció alimentado por charlas, risas, gritos, silbidos, hasta que no hubo ninguna otra cosa que pudiera engullir. Las aguas se aquietaron en un remanso que acabó con los últimos rastros de palabras habladas.
¿Había algo más allá de esa calma? Recordó las veces en que de niño iba a la plaza junto a su abuela, que le gritaba constantemente para que atendiera a los peligros de las hamacas. Podés desnucarte si te caes, cuidado la frente, más despacio.
Pero él solo deseaba columpiarse hasta ser capaz de arañar el cielo. ¿Cómo explicarle? Una vez lo intentó, y ella lo miró con el ceño fruncido, esforzándose por comprender si su nieto le hablaba en serio, se hacía el gracioso, o se le habían zafado los últimos resortes de cordura.
En uno de los flashes le pareció volver a verla, sentada en su banco favorito, tomando mate, y se preguntó cuándo había sido la última vez que lo acompañó a la plaza. Trató de recordarlo, pero no consiguió distinguir un momento del otro, como si el pasado se fundiera en un único episodio, dentro del cual todas las experiencias de su vida ocurrían al mismo tiempo.
¿Qué diría ella si lo viera ahora? Seguramente que dejase de perder el tiempo y moviera el culo, frase típica de la abuela que únicamente insultaba y maldecía frente a él. Ahora que era un desempleado, ¿le traería un té de manzanilla para consolarlo mientras lloraba y se lamentaba por un nuevo fracaso? No. Fiel a su costumbre, sin levantar el tono de la voz, le diría que se levantara y empezara a buscar otro trabajo. Que no fuera boludo, que solo fracasa el que no intenta. Movete, dale. Y dale y dale. Como cuando se caía, y ella le decía «Ya está. Es un raspón, nomás. Arriba».
Volvió a percibir los sonidos que regresaban, desprovistos de agresividad. Hizo un bollo con el telegrama, lo apretó hasta reducirlo al tamaño de una pelota de ping pong, y lo hizo girar ante los ojos. Encerró la bola de papel en una mano y la lanzó lo más lejos que pudo, acompañando la parábola con una ráfaga de insultos. No tenía certeza de cuándo volvería a tener trabajo, ni de si llegaría a fin de mes con la indemnización. El futuro era una sustancia imprecisa, borrosa.
Cuando se puso de pie, una descarga eléctrica le recorrió las piernas hasta casi hacerlo caer. Recién entonces fue consciente del tiempo que llevaba sentado en el banco sin interesarse por lo que sucedía alrededor. Cerró los puños y golpeó con ellos los muslos para incentivar a la sangre para que volviese a circular. La gente pasaba junto a él ignorándolo por completo. Fernando bostezó, se estiró como un gato, agarró la mochila que reposaba entre sus pies y caminó, él también, junto a la marea.