El libro 360 grados nos adentra en el desafío iniciado por Sofía, la protagonista de esta historia y en cierto modo alter ego de la autora, en su decisión de recorrer el mundo en moto. La vieja Europa, las duras y sorprendentes carreteras de África y Asia, las fronteras y los tránsitos, emocionales y físicos, la fulgurante luz del continente australiano y las largas llanuras de América camino de Alaska y sus lagos. Un trayecto vital marcado por el reto que supone afrontar un viaje de tal magnitud en un mundo dominado por hombres.
xEn palabras del periodista y escritor Paco Nadal: «360 grados es una pequeña gran historia de superación, un relato lleno de sinceridad y muy bien escrito, con el que Alicia Sornosa se revela como una gran narradora de viajes».
Clara Peñalver, escritora y asesora creativa, cuenta: «La vi nacer como personaje y crecer palabra a palabra. Ahora me asomo al mundo de Sofía y admiro el modo en que Sornosa ha llevado a la ficción su vuelta al mundo en moto».
Alicia Sornosa nació en Madrid, España, es escritora, periodista del motor y aventurera, es imagen de Ducati Scrambler en España; viaja por el planeta realizando rutas en moto para aventureros, dando charlas y conferencias, y colabora con diferentes ONGs internacionales destinadas a la ayuda de mujeres y niños en riesgo de pobreza y exclusión social.
Alicia Sornosa se ha coronado como la única europea y mujer de habla hispana de este siglo en haber dado una vuelta al mundo con su moto. Un viaje al que le han sucedido muchos más y en los que no ha faltado la aventura, el esfuerzo y la ayuda social.
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Compartimos las primeras páginas del libro 360 grados. Una mujer, una moto y el mundo. Motor Libros, Buenos Aires, Argentina, 2023
El tren del desierto australiano.
«Demasiados millones de cosas para una mañana».
Australia. Febrero.
El tren se mueve casi en silencio. Las gigantescas ventanas tienen las cortinas a medio bajar. El asiento de mi derecha está vacío.
Silencio.
Mis ojos se vuelven a cerrar casi sin darme cuenta. Me veo sumida en uno de esos momentos de duermevela en los que es fácil pensar. «¿Qué hago yo aquí?». Me propongo contestar a esta pregunta de una vez. «¿Qué hago yo aquí?», me repito.
Silencio. El tren se mueve casi en silencio.
La luz se torna anaranjada a través de los inmensos ventanales. El asiento de mi derecha sigue vacío. «Quizás alguien lo ocupe en la siguiente parada… aunque para dormir es mejor así», pienso.
Estoy en Australia, en uno de los trenes turísticos que recorre el outback, el territorio desértico del noroeste del país. Un tren que me lleva desde Perth hasta Adelaida. Llegué a este país hace cinco días. Sola. En avión. Sin mi moto. Comienza para mí un nuevo viaje, una nueva vida que no sé cómo va a acabar. Tampoco sé muy bien cómo empezarla.
La primera impresión sobre este país y continente no ha sido muy buena. El taxista que me llevó de madrugada desde el aeropuerto hacia el hostal donde estaba alojada me aconsejó que tuviera cuidado en ese barrio:
–Mire, qué le voy a decir yo de mi país, de esta ciudad. Perth es pequeña, muy ordenada y limpia, es segura, pero donde usted va no es un buen sitio. La gente normal vive en casas de una planta y usted va a un edificio de varios pisos, no es un buen sitio –insistió–. Allí habitan unos seres primitivos, toscos, alcohólicos e inservibles –me contaba con un tono de superioridad en la voz–. Allí viven los aborígenes, el eslabón perdido entre el hombre y el mono. Son peligrosos, ¿me comprende? –continuó, sin darse cuenta al mirar por el retrovisor de mi absoluto asombro ante sus palabras.
Efectivamente, los edificios como el de mi hostal eran muy distintos al resto de las casitas que anidaban en los bordes de las carreteras y calles, era una mole de cemento con más de diez pisos. Estaba en un barrio donde vivían los más pobres, los aborígenes, y donde se alojaban los extranjeros de paso, como yo. Nunca olvidaré al chico de piel morena y cabello rubio platino que parecía obsesionado con subir y bajar en el ascensor hora tras hora, ni a los aborígenes que charlaban animadamente en unos escalones del parque frente a la puerta del hostal y que tras horas bebiendo alcohol acababan casi catatónicos.
El taxista me había repetido una y otra vez, en un horrible inglés, que no saliera por ahí, que me metiera rápidamente en la habitación. Pero al final no fue para tanto. Tras caer muerta en una pequeña cama de una diminuta habitación con una mínima ventana clausurada, llegó la mañana y me dediqué a conocer la bonita, limpia y ordenada ciudad de Perth en un autobús gratuito.
El tren se detiene poco a poco. Las ruedas chirrían y la gente comienza a despertarse. Suben las persianas de lona. Está amaneciendo.
Me estiro y saco mi cuaderno de viaje. Me he propuesto escribir en él mientras dure este trayecto de tres días en tren. No tengo nada mejor que hacer, así que me obligo, una vez más, a responder a la pregunta: «¿Qué hago yo aquí?».
xEspaña, Mayo.
Antes del viaje.
Nunca imaginé que iba a hacerlo así. La verdad es que siempre había soñado con dar la vuelta al mundo en velero, en un barco de doce metros de eslora, con blancas telas y madera bajo mis pies descalzos. El mío era uno de esos sueños románticos que muchos tuvimos a los veinte años para evadirnos de la vida real, justo cuando empezábamos a ser adultos y el maravilloso mundo sin obligaciones en el que vivíamos comenzaba a desmoronarse. Nunca imaginé, ni por un instante, cumplir ese sueño viajando en moto.
Hace dos años y gracias a un buen trabajo en televisión (soy periodista) conseguí ahorrar lo suficiente para comprar una moto trail. Así adquirí a Paca, nombre con el que la bauticé en honor a mi querida abuela Francisca. Subida en ella acudí a una productora donde me habían contratado para grabar la voz en off de unos documentales sobre aves migratorias que se emitirían en televisión. Estaba en Madrid, era el último día de grabación de las locuciones.
Esa misma tarde le conocí y todo comenzó a suceder hilado, como en una película bien hecha.
Al llegar a la productora me senté en uno de los cómodos sillones de piel blanca de la recepción. Mientras bebía por una pajita el gazpacho del tetrabrik me dediqué a observar. Gente que entraba y salía, gente que venía a trabajar a esa súper productora… Yo me preguntaba si habría más periodistas mujeres que, como yo, prestaran su voz para aquellos menesteres, ya que la mayoría de las voces de los documentales solían ser masculinas. Resultó ser el día de las cosas poco probables. Por lo que pude observar, una chica venía a grabar parte de un documental junto a otra que, por su forma de actuar, parecía dirigir el cotarro. Una tercera, rodeada de moscones, pasó a toda prisa delante de mí con unos cables en la mano.
Salí de mi ensimismamiento al escuchar unas voces. Vi a un tipo muy atractivo, de cuerpo fibroso, ni alto ni bajo, de cabello negro y abundante con una barba de tres días estratégicamente desaliñada. Muchos parecían conocerle y le daban la enhorabuena a base de palmaditas en la espalda o fuertes apretones de mano seguidos de un abrazo. Sus movimientos eran nerviosos, como si creyera que todos le observaban. Me quedé mirándolo descaradamente. Hablaba sin parar en un tono muy alto y saludaba a todo el que se acercaba a él.
En ese instante, una insistente bocina me hizo salir a la calle para comprobar si mi moto molestaba. Fue un acto reflejo, ya que estaba sobre la acera y era improbable que estorbase a nadie. Todo estaba en orden, excepto porque había otra moto de trail junto a la mía, que me pareció enorme. Acerqué disimuladamente mis manos al motor, comprobando que aún estaba caliente, y deduje que era del hombre que acababa de entrar. Volví a la amplia recepción de la productora y me acerqué a una papelera de metal plateada para tirar el brik ya vacío. Intentando que pareciera una coincidencia, hice por cruzarme en su camino.
Conseguí mi objetivo. Al hablarme deduje que creyó que yo era una de las secretarias de producción, además le noté a la legua que quería ligar conmigo. Me explicó que era ornitólogo y que venía a mostrar las imágenes recopiladas en su último viaje por África, donde descubrió no sé qué pájaro que está al borde de la extinción. Por lo visto andaba preparando unas nuevas rutas para seguir a esas redescubiertas aves migratorias. Su primer libro sobre estas águilas milenarias había sido un éxito y estaba deseando partir de nuevo para hacer un documental, sumando mucho más material al que trajo de África. Tras unos diez minutos de charla insulsa, me regaló un ejemplar de Un millón de aves, del que estaba muy orgulloso. Se lo agradecí, le expliqué que no era secretaria y le dejé allí, con la historia sobre su libro entre los labios.
«Un millón de elefantes», sonreí al recordar el blog de viajes de mis amigos Noelia y Rafa. «Demasiados millones de cosas para una mañana», pensé.
Aquella misma noche se celebraba la cena por el final de la grabación. Allí me encontré con mucha gente conocida, como un expiloto del Dakar que había participado en la toma de imágenes de África, otros periodistas, estudiosos de las tribus del continente africano, editores y algunos viajeros veteranos. Después de cenar, salimos a la calle a tomar algo. Frente al hotel de la celebración había un bar con una barra de cristal donde casi todos se dedicaron a contar sus historias, bebiendo algo y riendo sin parar.