«El hombre es un príncipe cuando sueña y un mendigo cuando despierta».
Friderich Holderlin
xLa sociedad argentina reitera el hábito nocivo de suicidarse condenando al destierro y el ostracismo, el silenciamiento o la eliminación a los hombres que la vertebraron con su propia sustancia de vida y obra. Después, pide perdón o acusa, histeriza y pontifica, erupciona discursos, convoca laureles, eleva mausoleos: retórica de mármol que no encarna la estatura viviente de la persona. Mucho clamor, poca contrición.
Una distinta trayectoria balística, pero una semejante parábola moral trazan las extinciones elegidas de Lisandro Nicéforo Alem, Lisandro de la Torre y René Gerónimo Favaloro, en cada una de sus dimensiones particulares.
A los tres compatriotas les impidieron morirse, los empujaron a matarse. Optaron apagarse, antes que abrazar el fuego sordo del poder voraz; prefirieron acallarse, antes que ceder al ruido sordo de los decibeles banales.
Después, previsible, se intenta reconstruir la historia con los despojos de las versiones; sólo que la historia se construye, autónoma y soberana, como los ríos y las raíces. Albañiles morosos: «La sangre seca rápido», sentenció Charles De Gaulle.
Éste hombre que ofrendó una de las mayores travesías a corazón abierto de la humanidad, se disparó allí, con paradójica precisión; donde su dignidad no soportó todo lo que pudo soportar, con lúcida amargura, su inteligencia. En la cumbre del ritmo, apagó el latir al que otorgó valor de paradigma.
El acto de cesarse, físicamente, del médico, docente y científico argentino, adquiere la magnitud de un signo cenital: la inmolación, como prueba de una certeza irrenunciable; pero, también, el alerta trágico de la gangrena ética que infecta a un sistema de valores y principios.
Y lo terrible y certificable, la elocuencia evidente de la claudicación de un destino de grandeza nacional.
Discípulo y heredero de Pedro Henríquez Ureña y Ezequiel Martínez Estrada, sus maestros platenses, poseyó, en ambas dimensiones, la serenidad del dominicano y la vehemencia del argentino.
xVivió la idea con pasión y gestó su fruto con razón. Su diástole fue la conciencia y su sístole, la decencia. Habitó y engendró un pensamiento que teniendo irrigaciones cosmopolitas, lo encauzó hacia una radicalidad de autóctona pertenencia con los interrogantes profundos de un país y una cultura en trance de identidad.
Tuvo que profetizar en medio de un desierto de molicie, anomia y latrocinio: la realidad de una tierra rica y fecunda con una soberanía hipotecada y empobrecida que sobrelleva a un espíritu —lleva sobre sí a su criatura unánime— ávido de gloria genuina. Certeza obscena, pero esperanzada de un rostro de Jano nativo.
Estaba poseído por una angustia vigílica y laboriosa en relación con el sentido trascendente de la República Argentina, entendido como respuesta estructural a un llamado contemporáneo del conocimiento ecuménico al servicio del semejante inmediato.
Tal sed de luz es análoga a mentes, diversas y distintas, de la talla de Sarmiento y Alberdi, Mallea y Marechal, Borges y Walsh, o los simultáneos Jauretche y Scalabrini Ortíz, que obedecieron la urgencia de ser arquitectos de sus visiones.
Campestre y ascético, humilde y severo, apasionado y cavilante, polémico y sentencioso, se impuso una misión que la Providencia dotaría del carácter de visión, concedido por el juicio crítico de la academia y la empatía sencilla del pueblo.
El arduo ascenso de su inteligencia disciplinada puede, sin duda, entrever las cumbres, solitariamente solidarias, de Norman Bethune, de Laureano Esteban Maradona, Ramón José Carrillo y Floreal Ferrara, apóstoles galenos.
Estuvo, siempre, acompañado de la comunidad incesante de sus pacientes que sobrevivieron para prolongarlo en su gratitud. Los burócratas y los mercenarios seriales fueron quienes lo traicionaron y abandonaron.
El enfermo que sanó en cuerpo y alma, lo nombra con la audible potestad de padre: la etimología del vocablo remite a la noción de «patris», que designa lo que en Favaloro fue naturaleza y perfeccionamiento, don y saber patriota.
Patria, significa «lugar de los padres», solar carnal que nombran sus hijos-pacientes que, ahora, lo reviven con la memoria y el agradecimiento indelebles de su testimonio supremo, el corazón.
Defino a René Gerónimo Favaloro con un verbo de su activa prédica altruista: humanar. Favaloro consumo y consumió su existencia en el quehacer de hacer humanidad o revelarla compasiva en su prójimo y semejante. Se vació, al modo de una kénosis de amor solidario: «Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo el ser igual a Dios; sino que se vació de sí mismo tomando la condición de siervo, con el aspecto de un hombre más; con el porte de un hombre, se abajó a sí mismo», expresa San Pablo a los Filipenses.
Pudo y logró, más allá de su íntima decisión, soñar y obrar su buscada utopía, aunque sus jornadas finales lo mutaran de visionario planetario a mendicante de los pasillos oficiales.
Salvó tantas vidas que no cabe la muerte en su memoria. Su latido ético suena en la acústica de la posteridad.
Sus pacientes lo reviven con la memoria y el agradecimiento indelebles de su testimonio supremo: el corazón.
LATIDO
A René Gerónimo Favaloro, patriota.
Hasta el final, fuiste digno,
con la causa de servir,
el prójimo fue tu signo
que ayudó a resistir.
No escuchó, nunca, el sicario
la señal de aquel sufrir,
así donaste el salario
supremo de tu vivir.
Fuego en silencio derecho
al fruto de tu pasión,
esa llaga de tu pecho
dónde encarnó tu misión.
A pecho abierto ofrendaste
la vida, sin condición,
por decencia te inmolaste:
holocausto de varón.
Vamos, hermano René,
con su ritmo de canción,
puro latido de fe,
sólo salva el corazón.
Sangraste vergüenza ajena,
tan doliente en tu doler,
no quisiste la condena
de un mendigo del poder.
Honrado hasta el sacrificio
que quiso tu desnacer,
ya, sin precio frente al vicio
alzaste el valor de ser.
Letra y música: Bosco Ortega
(Martes 29/10/2012 – 23:57 – Balvanera)