xI
Durante mucho tiempo, se nos enseñó que el Paraguay era el exacto y resplandeciente ombligo del mundo. Tierra bendecida por Dios, frecuentada por los ángeles y amada por las potencias celestiales. Pero la vida que, parafraseando al tango, es cruel y es mucha, nos llevó muy rápidamente al vasto territorio del desencanto. De pronto, entramos en un espacio fangoso, poblado de alimañas traicioneras y cubierto por una espesa niebla. Y no sabemos cómo salir.
La cuestión capital no es responder a la pregunta de cuán fritos estamos, sino de cómo salir de la sartén. Y es aquí donde las respuestas son contradictorias, o delirantes, o dubitativas. Nadie sabe cómo abandonar el pozo, suponiendo que solo sea un pozo y no un abismo insondable. Claro, abundan los discursos, las voces enronquecidas, rostros adustos, las gesticulaciones de los políticos. Pero de allí a los hechos hay un trecho dolorosamente largo, y no veo quién puede recorrerlo triunfalmente.
Somos el tercer país más pobre de América Latina, la educación y la salud pública son simplemente un completo desastre, tenemos la educación primaria con la menor carga horaria de la región, la educación terciaria ofrece un remedo de formación que sería inaceptable en el África, la salud pública apenas alcanza a cumplir las exigencias mínimas de su función, vacunaciones, por ejemplo. Después, el silencio. Quien tenga una enfermedad algo más grave que una gripe fuerte, acepte esta recomendación, que se haga tomar las medidas de su ataúd. Mientras tanto, puede ponerse a rezar. La inseguridad se ha disparado en pocos años, alentada por una impunidad que se nutre de la corrupción de jueces, fiscales y policías.
Estas carencias son inaceptables si tenemos en consideración nuestros recursos: tierras agrícolas en abundancia, praderas para alimentar diez millones de cabezas de ganado, agua de sobra, y hasta un torrente de energía capaz de mover todas las industrias del mundo, Pero, entonces, ¿qué nos pasa? No tengo respuestas. Sólo preguntas. Demasiadas, tal vez, y ninguna tal vez lo suficientemente abarcante. Lo único que queda en pie sobre tantas preguntas incontestadas es la desolada conclusión de Augusto Roa Bastos: «El infortunio se enamoró del Paraguay».
II
Le debo al lector una aclaración. Pertenezco a la pequeña pero activa secta clandestina de los paraguayos optimistas. Nuestro credo, sincero y candoroso, propugna que la Edad de Oro de la patria llegará inexorablemente en el candente enero del año 2679. En ese momento comenzará el imperio de la justicia, la equidad, el bienestar y la libertad, y la sociedad comenzará a regirse por normas éticas y por un insobornable signo de projimidad.
Practicamos esta fe con la misma ciega devoción de un leñador o de una lavandera. Pero, sabedores de que la mayoría del pueblo se burla de nuestra credulidad, ocultamos nuestras creencias y preferimos reunimos en secreto, por la noche, en silenciosos cementerios de extramuros, casonas abandonadas, traicioneros bancos de arena que emergen como blancas jorobas durante el estiaje del río, y en las azoteas de edificios de oficinas, cuando todos sus ocupantes ya se encuentran en sus casas, y aquellos sitios, de suyo deshabitados, son ocupados por los mosquitos y los murciélagos.
Debo ser justo. No es que nos persigan a menudo. Sólo esporádicamente asoma el hosco fantasma de la intolerancia, y el pueblo ignaro nos arroja cascotes, escupe a nuestro paso o sale corriendo a tocar con la mano el trozo de madera más cercano. Una razonable precaución nos impone el deber de evitar esas humillaciones. En realidad, la búsqueda de estos lugares secretos es estimulada por el pudor, por la vergüenza. No soportamos que la gente se burle de nosotros, o nos otorgue la misma displicente atención que se concede a los opas o a los borrachos. Pero los optimistas somos, lo he dicho, una minoría silenciosa. Ante nosotros se eleva el alto muro, forrado en acero inoxidable y erizado de almenas y troneras que escupen fuego, de los numerosos paraguayos pesimistas, quienes remiten las ilusiones al melancólico otoño del año 3456.
III
Según ellos, los pesimistas, Alá los confunda, el Paraguay fue maldecido por el obispo Bernardino de Cárdenas en 1644, con motivo de su primera expulsión de la provincia, ordenada por el gobernador Hisnostrosa. En esa ocasión, su ilustrísima, un boliviano formado en la orden franciscana, fue depuesto por un golpe de Estado y deportado a Corrientes, adonde llegó después de una larga navegación en canoa. Fue entonces cuando un poeta anónimo, obviamente seguidor de Cárdenas, documentó este prodigio del siguiente modo:
«Echan el señor Obispo
Maldijo la tierra; raro
portento por cierto fue!
Pues que llegando el contacto
de la maldición a ella,
se puso como un esparto:
no dieron flores los valles,
trébol no dieron los prados,
ostentándose de agosto
las cañas, y los tabacos;
las lomas no dieron rosas,
ni los sotos amarantos;
trigo, maíz y legumbres
todo se queda agostado».
Cárdenas fue repuesto en sus funciones por la Audiencia Charcas y por el Virrey de Lima. Pero su retorno al Paraguay fue origen de nuevos conflictos, debido a que el obispo fue nombrado gobernador interino, a raíz de la muerte del titular. Este hecho dio lugar a graves convulsiones políticas que terminaron en jechos de violencia. Finalmente, el obispo fue apresado y deportado a Santa Fe. Dice la versión popular que el prelado, erguido en la canoa que lo llevaba a la embarcación que estaba a punto de zarpar, se volvió hacia la tierra y, haciendo la señal de la cruz, vociferó: «Y ustedes, desgraciados, jódanse para siempre».
Para empeorar las cosas, después de lanzar su anatema, un resbalón casi lo arrojó al agua. De un espeso camalotal asomaron las fauces rojizas de un caimán overo, con un escalofriante clac clac que estalló casi sobre la sotana flameante del religioso. Cárdenas restiró el apresuradamente el pie del borde de la canoa y, ya más apaciguado, se sentó. No volvió a pronunciar palabra hasta que estuvo en Santa Fe. Fue la última vez que vio la boca de la bahía de Asunción.
De acuerdo con este relato, que constituye el mito fundacional del partido de los pesimistas, la maldición del malhumorado obispo solo sería levantada veinte siglos después de su expulsión. Es sabido que los obispos tienen comunicación directa con el Creador, y sus opiniones son tenidas en cuenta en las nubosas regiones donde se yerguen las dorada puertas de San Pedro. De modo que no hay motivo para descreer de la eficacia fulminante de la maldición de Cárdenas.
La segunda maldición fue la de los jesuitas, pronunciada al tiempo de ser expulsados de los territorios del rey Carlos III. No comparto esta tesis, ya que ella debiera alcanzar a una serie de naciones que también fueron abandonadas por los sacerdotes, y sin embargo disfrutan hoy de una sana prosperidad. Algo más sólida parece ser la versión de que la maldición provino del obispo Palacios, fusilado por orden del mariscal López, durante la Guerra Grande. Palacios fue acusado de traidor, y de pretender entrar en connivencia con los aliados, en guerra contra el Paraguay, para entregar la patria.
IV
Somos un pueblo olvidado por Dios, sin duda. Pero no siempre fue así, porque algo se sabe del paso de Santo Tomás por estas tierras, en épocas pretéritas, hace milenios quizá. La leyenda sostiene que el santo ya había caminado por lo que hoy es el Paraguay, distribuyendo favores y bendiciones. Hasta dejó la huella de su pie (Santo Tomás pyporé) estampada nítidamente en una roca, en el cerro de Paraguarí. Loa infames roedores de los mármoles patrios dirán que no se trataba de Santo Tomás, sino solo del célebre pai Sumé, un héroe cultural guaraní, de los tiempos precolombinos, a quien se atribuye, entre otras cosas, la introducción del consumo de la yerba mate y de las prácticas agrícolas.
Siglos después se anota la presencia de San Blas, tan fantástica como la anterior. Según la leyenda, su proverbial aparición salvó a los españoles de engrosar la olla bullente de los guaraníes, lugar al que eran enviados, en igualitario contubernio, duques, marqueses, criados y soldados de fortuna. Pues bien, la aparición de San Blas hizo huir despavoridos a los indígenas, que vieron arruinado el promisorio menú de españoles al spiedo con el que ya se estaban relamiendo. Dicho sea de paso, según comentaban los indígenas, la carne de los europeos no era la más apetecible, pero la iban a comer igual por desabrida que fuese, porque para apreciar un buen lomito, bien puede uno antes castigarse con un trozo de bofe.
La santificación (1988) del beato Roque González de Santa Cruz (1576-1628), junto con la de dos jesuitas españoles, fue realizada por el papa Juan Pablo II, durante una visita al Paraguay que
reunió a multitudes jamás vistas. La ceremonia pareció desmentir a los escépticos, gente descreída que, como se sabe, se alimenta del desprecio de las glorias nacionales, así como los conejos de las zanahorias y los buitres de la carroña. Algunos sospechan que este hecho fue forzado por razones políticas, ya que se suponía que el poder espiritual del Santo Padre ayudaría a debilitar la dictadura del general Stroessner, que en ese momento comenzaba a mostrar crecientes signos de decadencia. De ahí que se esperaba que la fuerza milagrosa del beato y mártir, elevado a los altares por el propio Pontífice, fuera más eficiente para completar el trabajo de demolición de las oraciones de la plebe, que seguramente llegan asordinadas a la nubosa mansión del Altísimo.
Hubo que darle una manito a San Roque para que pudiese salir del territorio de la beatitud, al que había sido llevado en 1934, e ingresar en el de la santidad. Como si hubiera sido un juicio ante un tribunal paraguayo, ciertas formalidades fueron dejadas de lado en homenaje a los objetivos. El fin justifica los medios, como se sabe. Fue así que, en vez de los dos milagros exigidos por la ley canónica, la Santa Sede se conformó con uno solo. Así, Roque González de Santa Cruz, un criollo ejemplar, evangelizador de indios, pasó a integrar el santoral católico. Su corazón, conservado cuidadosamente en un recipiente transparente, sigue recordándonos lo mal que nos caen los sujetos piadosos a los paraguayos. Hasta el punto de que San Roque acabó sus días a manos deee un cacique, que le propinó un feroz golpe de maza.
Es llamativo comprobar que, según el relato del martirio de San Roque, el último paso de los santos por el Paraguay ocurrió en el temprano siglo XVI. Después, ni siquiera fuimos visitados por algún ángel extraviado, o un querubín olvidadizo de su itinerario celestial. Ningún emisario del cielo acertó a posar sus pies en nuestro territorio; salvo, quizá, visiones fantasmagóricas, como las que aparecen estampadas en ciertas paredes humilladas por la humedad, como ocurrió más de una vez, en que se creyó ver en estas el torturado rostro de Jesús.
Hasta tal punto estamos abandonados de la atención del cielo, que la Virgen María se muestra muy mezquina en milagros en los sitios donde es venerada por las multitudes: en Itapé y Caacupé. Un tercer sitio, el de la Virgen de ltacuá, de Encarnación, pareciera haber perdido la adhesión que tuvo en otros tiempos. De todos modos, el nacimiento de estos centros del fervor popular no ha desencadenado esa ola de prodigios que suele acompañar al culto mariano en otras latitudes.
*Capítulo 4 de «El país de la sopa dura – Tratado de paraguayología II»